UNA ESTAMPA Y UNA MADRE.
Por José Trashorras Segura
Apenas pasan unos días después de las celebradas Fiestas de la Navidad e inmediatamente nos lanzamos de lleno y sin remedio a la utilización de todos los tópicos hábiles a nuestro alcance para señalar, indicar, constatar y corroborar que cada vez quedan menos días, menos horas, menos minutos, menos segundos, etc, etc, para la tan deseada Semana Grande (sí, otro tópico más para denominar a la Semana Santa). Para ello hablaremos de cuenta atrás, despertaremos todos los sentidos con el “ya huele a incienso”, “ se huele a azahar”, suenan marchas a tutiplén en vehículos dotados de equipos de sonido que ya quisieran algunas bandas de música ( por lo algo del volumen, claro), se multiplican las visitas a los templos queriendo, tal vez adivinar los pasos que veremos preparados en unos meses y así un ritual que no por viejo nos aburra o nos canse, todo lo contrario, nos anima al saber que cada Semana Santa es, aunque siempre la misma, siempre tan distinta, tan nueva, tan nuestra y tan de todos porque nuestra Semana Santa es cada vez más universal, más admirada más reclamo para un turismo deseoso de ir a cualquier sitio con tal de ver lo que otros le cuentan o leen en los medios de comunicación.
Comenzaremos esos diálogos sobre si tal o cual restauración han sido o no acertadas, si la contratación de esta o aquella Banda de música será la ideal para acompañar al paso en cuestión o si la nueva saya de esa preciosa Virgen será del gusto de todos o de ninguno.
Pero mientras esto va ocurriendo, miro mi estampa de mi Virgen, mi Soledad de Huévar que un día, hace ya muchos años, me dio mi madre cuando por motivos del destino tuve que alejarme de mi pueblo y de mi familia cuando tan sólo contaba 10 años y que siempre he llevado conmigo. Ya se encuentra ajada y vieja después de tantos años, de tantos deseos que sobre ella he vertido, de tantos besos que en ella he depositado cuando más solo me encontraba. Mi estampa de mi Soledad es la que sabe más de mí. A ella le pedía por los míos pero también le he pedido para que no lloviera un Sábado Santo y para que este día fuera el marco perfecto para tan bella dolorosa a la que, confieso públicamente, quiero con delirio demudado porque como Madre de dios y madre mía, es el espejo de mi padre al que apenas conocí cuando murió al yo tener cinco años, es el espejo de la fortaleza de mi madre que me crió y me hizo un hombre con esfuerzo, con amor, mucho amor y con lágrimas, muchas lágrimas que escondía para evitar que yo la viera sufrir.
En esa estampa de mi virgen de la Soledad, veo a mi madre y a mi Virgen de la Soledad, mis ayudas, mis consuelos. Sé que por mucho que la mire nunca seré capaz de recordar los muchos desvelos de ambas dos por mí.
Contemplando mi estampa, comienza esa Semana Santa de interiores, de casas y hogares que cobijan todo tipo de sentimientos, emociones y embelesos presentidos desde muchos días antes, de esmero en el cuidado del atuendo de los nazarenos, del atuendo de todos y cada uno de los miembros de la familia; casas ataviadas con Cristos y Marías que acompañan cada momento vivido y sentido, el de la felicidad y el de la tristeza, el de la dicha y el del desasosiego. Es vivir la importancia del instante, de lo efímero, de aquello que no dura. Es el momento en que nos sentimos en paz con nosotros mismos y buscamos ese rincón o momento del año anterior para volverlo a repetir. Es volver a vivir, en un instante, el todo, Y, además, saberlo vivir.
Y así, junto a mi estampa, irán pasando las jornadas de todo un año hasta llegar al Domingo de Ramos en el que los niños andaluces nos hicimos mayores de edad. Y todavía quedarán unos días para llegar a mi Sábado Santo, y mi madre como las demás madres aprovecharán para dar los últimos retoques a las túnicas y a las capas, planchando cada fragmento de tela para que salga impoluta a la calle, y repasándola para que quede atrás incluso la más pequeña mancha. Y mientras tanto, el corazón encogido sin querer mirar por la ventana para no ver la presencia oscura de algún nubarrón que pueda deslucir la ilusión de todo un año, la ilusión de sus propias entrañas que más pronto que tarde se verá en las muecas indescifrables de niños pequeños, o en el cansancio de padres y abuelos ensimismados y ojerosos. Porque la Semana Santa es tan grande que es capaz de convertir en visible todo los invisible de nuestras casas. Y esas madres se asomarán al quicio de la puerta de su casa para contemplar desde ella una de las cosas más hermosas y más entrañables, los andares de su hijo vestido de nazareno para salir en su cofradía.
Esas madres, las que aún tendrán un momento para ponerse delante del cuadro de su Virgen de la Soledad y pedirle que todo salga bien y para que su hijo, que aunque ella no lo sepa, la quiere más que nada en el mundo porque es su ángel de la guarda, su maría benedicta y consoladora, mire desde dentro de su antifaz el cielo en la tierra y sienta a Dios a su lado cada vez que perciba el dulce aroma de la carne de su madre.