25 de marzo de 2011

ESPEJOS.


 Por Manuel Romero Luque.

En el mundo de las cofradías, entre los que están, los que son y los que quieren ser, nos olvidamos demasiadas veces de los que fueron. Y es ingrato, porque todo esto existe gracias a cuantos entregaron por ellas su tiempo, sus fuerzas y su cariño. Pero no piensen que voy a hacer una elegía al uso sobre algún difunto ilustre. Prefiero fijar la atención sobre quienes en estos días miran las túnicas de hijos o nietos colgadas de las perchas pidiendo luz y ven cómo se prenden en ellas escudos que tal vez fueron suyos. Son esas personas que en el día más grande de su hermandad no formarán ya en esas filas idénticas que dibujan un río de peticiones y gracias delante de los pasos. Irán, eso sí, por la mañana al templo para dejar su oración y buscarán, lo antes posible, alguna silla o un banco orillado para que sus piernas descansen. Los ojos húmedos por el recuerdo —que ellos saben también de nombres que hoy están olvidados para la mayoría—, el pelo blanco planchado, olor a colonia y camisa nueva sobre la que descansa una medalla patinada por el tiempo. Sólo brilla más que sus ojos el breve oro prendido en la solapa. Recibirán sentados, como nobles aristócratas, el saludo de quienes los quieren y les agradecen su vida y su obra. En su sonrisa entreverada, mientras responden de los achaques que padecen, puede adivinarse el consuelo que ofrece la continuidad del apellido en las listas colgadas o, en caso contrario, un lamento no pronunciado por el fin de su estirpe. Son el viejo senado que merece nuestro respeto, aunque, a veces, nos traicione la memoria (bien porque ignoremos sus hechos, bien porque sepamos demasiado). Seamos justos o generosos con ellos, que cada uno escoja según los casos. Son lo que seremos.

Fuente: El correo de Andalucía.