CON ALMONTE Y CON LOS ALMONTEÑOS.
Por Pepe Trashorras Segura.
Ya ha quedado atrás la fiesta de El Rocío y en la retina, desgraciadamente por el eco que ha tenido, nos ha quedado fundamentalmente la rotura de uno de los varales del paso de la Virgen ocasionando el que se recogiera con antelación.
En los últimos días he tenido la oportunidad de leer todo tipo de comentarios sobre la actitud de los almonteños de manera que casi, o sin casi, se les quería hacer culpables de este hecho puramente accidental, a la vez que se les criticaba duramente con todo tipo de improperios, insultos y expresiones mal sonantes por ser los hacedores de una acto “cargado de violencia” (según decían algunos).
No conozco en profundidad la historia de esta Festividad aunque sí he leído mucho sobre ella y gracias a los siete años que trabajé en Almonte pude conocer de cerca y de primera mano la intimidad de una demostración de fe que no he encontrado en ningún otro sitio por su pureza, autenticidad, sinceridad y fe inquebrantable.
Por lo que sé, la procesión de Almonte, el salto de la Reja y todo cuanto rodea a este acto en particular no es algo nuevo y podríamos citar a autores que muchos años antes nos hablan de este acontecimiento precisamente por su enorme singularidad y porque, no lo dudemos, es un hecho del pueblo para el pueblo.
Yo he tenido la inmensa fortuna de encontrarme en la Ermita muchos años en el momento justo del Salto de la Reja y he tenido el honor de poder llevar sobre mis hombros a la Señora y puedo decir que ha sido uno de los momentos más maravillosos de mi vida. No entré a la fuerza ni con la más mínima violencia y en ningún instante tuve la más mínima sensación de miedo sabedor de que la Virgen me cuidaba y de que, lo puedo decir, mis alumnos de Almonte estuvieron a mi lado para indicarme en todo momento cuál tenía que ser mi actitud. Fueron los propios almonteños los que me invitaron y me introdujeron hasta el mismo paso. Y fueron los mismos almonteños los que con todo el amor del mundo me enseñaron el cariño más verdadero, más sincero que se le puede tener a la que consideran, por derecho propio, su madre y su patrona. Cuando salí del paso fue el momento del nerviosismo, del llanto, de no saber si había sido capaz de estar a la altura de esos hombres almonteños que con toda la sensibilidad de que se puede ser capaz miraban y miraban a su Virgen. Fue después cuando la emoción me venció.
Es en el salto y durante la procesión cuando el almonteño es dueño de su propio pueblo, de sí mismo, de su memoria y se rebela contra todo lo que le puede tiranizar desde lo alto. Sólo el almonteño es dueño de lo que jamás la historia le ha podido quitar, su Virgen del Rocío que es el motivo de su vivir diario como he podido comprobar uno y otro año, no sólo durante la Romería, sino durante cada uno de los 365 días que éste tiene.
Hablar con un almonteño de su Virgen del Rocío es sentir un repeluzno especial, es sentir erizar todos los vellos de tu cuerpo por la emoción de sus palabras y de los sentimientos que atesora por propia experiencia y por herencia de siglos de historia de sus antepasados. Hablar de la virgen del Rocío con un almonteño es ver en ellos unos ojos brillantes de emoción y orgullo y es descubrir en sus palabras una oración hecha poesía y canción.
Quiero finalizar estas breves palabras dejando de manifiesto que de mi boca sólo pueden salir piropos para Almonte y para los almonteños porque me enseñaron a amar a la Virgen del Rocío con ese inmenso caudal de cariño que es el mismo que ellos le tributan con absoluto embeleso.